24 de abril de 2018

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La vida en el Espíritu

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Abril 2018



 La vida en el Espíritu


Ser cristiano significa estar en Cristo. Él mismo nos lo ha dicho así: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Jn 15, 4). El bautismo ha hecho de nosotros sarmientos de la vid, y por lo tanto nos ha injertado en Cristo para recibir de Él el don de la vida eterna. Hablar de vida en Cristo es, por tanto, volver la mirada al don que recibimos en la fuente bautismal: Al ser engendrados, hemos sido enraizados en Cristo, de tal forma que el Espíritu actúa en nosotros, o realmente, por la fuerza de su ser, nosotros en Él. El bautismo ha hecho que nuestro principio de identidad y de vida sea el Espíritu Santo, y su acción en nosotros nos conduce -de esto iba el tema anterior- hacia la vida eterna.
El cristiano es, entonces, el que ha recibido el Espíritu de Dios, aquel que nos hace llamar a Dios “Padre”. Por eso también es el Espíritu el que obra la identificación espiritual de cada uno de nosotros con el Señor, pues uno mismo es el Espíritu que ha obrado en Él y en nosotros. Así, nuestro deseo, desde lo profundo del corazón, ha de ser que sea Él, el Espíritu de Cristo, el que se adueñe de nuestra vida. Que no sirva a nuestros propósitos, sino que inspire los suyos en nuestro corazón, de manera que no solamente los deseemos, sino que nos veamos con fuerzas como para llevarlos a cabo.

¿Encomiendo mis pensamientos, mis acciones, mis palabras, al Espíritu Santo? ¿Examino los espíritus, para tener certeza de que atribuyo al Espíritu de Dios lo que es suyo? ¿Me expongo a la luz de la Palabra de Dios para escuchar la voz del Espíritu? ¿Hago examen de conciencia frecuente que me ayude a reconocer qué viene de Dios y me enraíza con Él cada día?

San Pablo emplea de forma indiferente -la mayoría de las veces- la vida en Cristo y la vida en el Espíritu. En estos casos, la proposición “en” se entiende bien como “por”, es decir, no hace referencia a vivir en un lugar, sino a que Cristo y el Espíritu son principio de acción y de vida del creyente. Ese principio actúa de una forma constante, no capacita de forma intermitente, por rachas, sino que actúa en nosotros de tal forma que de forma suave (como la brisa de Dios que pasó ante Elías) pero creciente (como la corriente de agua que manaba del templo en la visión de Ezequiel), la unción del Espíritu va tomando posesión de nuestro ser.

¿Dónde se realiza en nosotros esa unción? Sabemos bien que, principalmente, por medio de los sacramentos, pero estos tienen su continuidad en toda la vida del creyente, que por la palabra de Dios que es escuchada, pero también que es testimoniada, nos une con la fe y la vida de los discípulos. Estos recibieron la misión de anunciar a Jesucristo, de “hacerlo visible” por su tarea evangelizadora, y en su misión encontramos, tal y como explica LG, el eslabón que une la revelación del Padre que realiza Cristo, y la revelación de Cristo que ellos realizan para nosotros.

Para que ese testimonio pueda ofrecerse, es necesario que el Espíritu vaya realizando una tarea en lo profundo del corazón de los discípulos: es el que se encarga de profundizar en ellos la fe, de llevarla a lo más hondo de su reflexión, pero también de su aceptación.

A partir de ahí, el testimonio del discípulo ha de ser referido a Cristo para que la comunión entre ambos sea cada vez mayor. El testimonio, entonces, se convierte en sacramento de la fe, cuando se da esa coherencia que realiza el Espíritu de Dios. Hemos recibido el don del Espíritu para poder confesar a Cristo: el Espíritu no es “algo” en nosotros, es fuerza personal, energía dinámica, que nos mueve a dar un testimonio vivo del Señor, no solamente a reflexionar de forma estéril, sino a tener la disposición de querer ofrecer al Señor a los demás, de querer presentar y acercar a Jesús a aquellos que veo que, cerca de mí, lo necesitan. A menudo, ser pastor es tan sencillo como poner ante el pastor; darse cuenta de quien anda necesitado de una guía para la vida tiene que motivarnos a ofrecer a Jesucristo, no a calcular las probabilidades de éxito.

¿Confieso a Cristo? ¿Ante quién? ¿A quién le he propuesto cualquier actividad que tenga que ver con la fe y con el Señor, a la vista de su difícil o dolorosa situación? Aquellos amigos que descolgaron al paralítico de la camilla en presencia de Jesús para que lo curara vienen a nuestra mente: ¿a qué amigos he llevado ante Jesús, me he dejado mover por el Espíritu para invitar a creer y a vivir esa fe?

La vida en el Espíritu puede explicarse también, teniendo en cuenta que es Espíritu el que tiene que hacer en nosotros, según la expresión propia del Salmo 39, que Cristo asume en su vida, tal y como expone la carta a los Hebreos: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Si la vida de Cristo ha sido un misterio de obediencia, no puede ser de otra forma en el caso de sus discípulos, pues el Espíritu que ha impulsado a Cristo a vivir en obediencia, en comunión continua con la voluntad del Padre, ha sido el Espíritu Santo. Desde el pequeño que estaba sometido a sus padres en los relatos de la infancia, hasta el extremo de la obediencia en el árbol de la cruz. En Cristo encontramos la obediencia que Adán no tuvo, y de esta forma, Cristo ha comunicado por el Espíritu una forma de obediencia propia del Hijo de Dios y de quien quiera dar testimonio de Él.

Es por esto que, si la cabeza se ha sometido a la voluntad del Padre, el cuerpo tiene que hacer como ella, pues es la única forma posible de que se cumplan las palabras de Pablo: “el Hijo se someterá”. De esta forma, la vida en el Espíritu tiene una forma de realizarse tan concreta como ha sucedido en Cristo: en conformidad con el Espíritu de Dios, por amor al Padre, respondiendo fielmente a su voluntad.

Esto se realiza en la transformación de nuestra voluntad en la suya. Aquí, rápidamente necesitamos advertirnos de la importancia de un padre espiritual que contraste y filtre nuestras intenciones, que sea capaz de desenmascarar la belleza de la obra de Dios y las tentaciones de engaño de cada uno de nosotros, con la autoridad para fiarnos de su palabra.

¿Me dejo ayudar, con transparencia, exponiendo la verdad de lo que hay en mi corazón? ¿Acepto ser contrastado como una forma de ser iluminado por el Espíritu, con compromiso por mi parte de hacer lo que se me dice? ¿Valoro la obediencia como actitud de comunión con Cristo, o veo más práctico intrigar, “negociar”, incluso con aquello que es de Dios y que tiene que ver con su providencia? ¿Hago de la oración lugar de aprendizaje de la obediencia, o hago a mi manera en ella?

Si el Espíritu Santo nos sitúa en la vida eterna, nuestra vida consistirá en irla haciendo según aquello que da la vida eterna. Hay en nuestras palabras y decisiones muchas de ellas que nos ponen en contacto con la eternidad de Dios, y a esas hay que seguir, son buenas inspiraciones, pero hay otras que sólo producen daño, quizás aparentemente camuflado en algo bueno, en algo incluso piadoso o placentero: la vida en el Espíritu será capaz de descubrir estos engaños del enemigo, que busca alejarnos de la Iglesia y debilitarnos.

El camino del Espíritu es un camino de conversión constante, no hay razón para dejar de escuchar al Espíritu Santo o para dejar de intentar hacer según sus inspiraciones, pero es cierto que pide constancia y humildad en la oración, paciencia y perseverancia para que no se apropie de nosotros el desánimo, o la prisa, que suele conducir a malas decisiones.

¿Obra en mí el Espíritu de Cristo? ¿Elijo voluntariamente el camino del bien? ¿Me doy cuenta de cuando rechazo las mociones del Espíritu, suaves y tranquilas, para elegir desde la soberbia, queriendo causar daño?

Si hay una práctica útil, que no podemos abandonar bajo ninguna circunstancia, porque nos descubre que vamos a la deriva o llevados por nuestro capricho, no por el Espíritu ni por la Iglesia, esa es el examen de conciencia. ¡Busquemos aprender a hacer este examen para que el Señor, por el Espíritu, ilumine nuestras decisiones!

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