5 de marzo de 2018

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Esperanza en la venida del Reino

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Marzo 2018



 Esperanza en la venida del Reino

“Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras. No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos, pues es solo la hora de tercia, sino que ocurre lo que había dicho el profeta Joel: “Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños... Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará”.” (Hch 2, 14-17. 21) Las palabras de Pedro en el día de Pentecostés, tras la efusión del don del Espíritu no deja lugar a dudas. Proféticamente, Pedro no sólo ha experimentado el signo, sino que además está en condiciones de explicarlo con palabras.

Su anuncio es definitivo: si el Espíritu ha sido derramado sobre toda carne, nos encontramos en los últimos días. La Pascua es el momento de la efusión del Espíritu: Pedro sigue al profeta Joel para anunciar que “el Espíritu ha sido derramado sobre toda carne”, Pablo dirá que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Esa efusión del Espíritu es reconocida, y no sólo ella, sino también su sentido, su intención: los últimos días. Vivimos en los últimos días, y lo sabemos porque se nos ha dado el Espíritu. No a unos pocos privilegiados de una familia, según la sangre, sino que se ha dado a “toda carne”, se nos ha dado a nosotros, los de lejos, llegados más lejos que de Mesopotamia, Judea o Capadocia, y a los de cerca, a los Doce.

¿En quién obra el Espíritu Santo? ¿Lo busco? ¿Lo reconozco en otros? ¿Hago discernimiento de espíritus ante lo que me sucede, ante lo que vivo? ¿Dejo que el Espíritu me comunique lo que tengo que guardar, lo que es duradero, lo que ha de quedar en lo profundo de mi corazón?

El Espíritu es, de hecho, el que realiza la venida definitiva del Reino, el fin de los días. Tanto es así que muchos padres afirmaban que Lucas en lugar de decir: “venga a nosotros tu Reino”, leen: “venga tu Espíritu sobre nosotros y que Él nos purifique”. Es el Espíritu el que trae el final, el que trae la escatología, el que trae lo eterno, y así “disminuye la distancia” entre el día de hoy y el último, entre mi ser yo y que Cristo sea “todo en todos”.

Reconocer lo que es obra del Espíritu, lo que viene de Dios, tiene una importancia vital, porque me pone ante una elección constante, la de lo duradero. Hay algo que puede hacerme ser para siempre, que me puede hacer eterno, verdadero, incluso venciendo en mí al pecado, a mi capricho. Así experimentamos “bocados de parusía”, podemos reconocer en signos de nuestro tiempo últimos signos... ¿por el caos? ¿por el desorden?

Bien, puede ser, pero, sobre todo, principalmente, por la obra del Espíritu: ¿Dónde obra el Espíritu Santo? ¿Puedo reconocer su acción? ¿Reconozco su obra maravillosa? ¿Tengo cuidado para discernir, para no atribuir al Espíritu aquello que no es de Dios, y también para reconocer como obra suya todo aquello que verdaderamente Dios inspire? ¿Me dejo contrastar para no caer en explicaciones erróneas?

Un santo de la Iglesia oriental, Serafín de Sarov, decía que “la verdadera finalidad de nuestra vida cristiana es la conquista del Espíritu divino”. El Espíritu es meta, don escatológico, venido del fin de los tiempos, de la eternidad, para darnos el fin de los tiempos, para darnos la eternidad. Ciertamente, no sin nosotros. Por eso añade: “La oración, el ayuno, la limosna, la caridad y las restantes buenas obras realizadas en nombre de Cristo son los medios para adquirir el Espíritu divino”. Nuestra cooperación es necesaria. Nosotros acercamos con la caridad y la virtud el fin de los tiempos, la Parusía, mientras que nuestras malas acciones, nuestros pecados, la retardan. Lo sabe bien la liturgia del Adviento, que nos lo recuerda frecuentemente en sus oraciones propias. La vida eterna que nos trae el Espíritu no es una cosa abstracta, sin fruto en nuestra vida; la vida eterna que viene “nos hace a nosotros eternos”, es decir, trae al hoy el pasado y el futuro, para ayudarnos a contemplar la historia como Dios la contempla.

Así, el Espíritu nos enseña a vencer la tentación de la nostalgia, y también la tentación de la prisa. Dios actúa hoy, y con toda su potencia nos ayuda a mirar como Él mira, a comprender el mundo desde su caridad, desde su razón, desde su sentido propio. Por eso es tan importante la vida en comunión con el Espíritu, porque nos ayuda a comprender lo que sucede, a discernir nuestra realidad y la del mundo, a agradecer, a hacer penitencia, a guardar silencio, a alabar... verdaderamente, si podemos decir que hay un tiempo para todo, es porque vivimos en el tiempo del Espíritu, que nos instruye para hacer lo que conduce en su dirección y mostrar el plan de Dios.

¿Cómo me muevo entre el ruido y la prisa? ¿Me ilumina el Espíritu o me puede la velocidad? Lo eterno no es lo mismo que lo rápido: ¿Lo rápido me sirve como señal de alarma para no perder lo esencial, lo que de verdad vale, lo duradero? ¿Cómo entiendo la venida de lo eterno, como ayuda para elegir, para afrontar, para crecer, para buscar el misterio de Dios, o más bien como algo que no sé qué tiene que ver conmigo?

El Espíritu Santo es, así, principio y fin de nuestra santificación, que ha comenzado la obra buena en nosotros en el bautismo, y la consumará cuando ya seamos plenamente transformados. Es por esto que el Espíritu actúa en nosotros mientras vamos de camino, para que aprendamos a obrar bien. Viene a invitarnos a una comunión mayor con Dios, y lo hace provocando a nuestra libertad, para que nuestra voluntad se decida a aceptar la acción de la gracia, acción que se realiza desde lo profundo de nuestro ser y hasta las más pequeñas decisiones y criterios. Es por esto que la plenitud de Dios va obrando en nosotros en la medida en que nos dejamos hacer. No actúa más Dios porque hagamos más cosas, porque nos pasen más cosas...

¿Quién lleva el protagonismo en mi vida? ¿Puedo diferenciar la acción de Dios de la mía? ¿En qué momentos, con qué personas, no dejo actuar suficientemente al Espíritu de Dios y alejo su venida a mí?

Un signo indudable de la presencia del Espíritu Santo en mí es la esperanza, pues el Espíritu nos vincula con la vida eterna que esperamos. Por encima de que las cosas nos vayan de maravilla o estemos pasando por una racha difícil, la esperanza no se mide en función de nuestros resultados, sino en función de nuestra capacidad para dejar obrar al Espíritu. En medio de tiempos duros, de épocas de crisis, la esperanza puede permanecer inconmovible, como hemos visto tantas veces en los santos por un motivo bien sencillo: permanecen unidos al Espíritu Santo, no lo violentan, sino que acogen, contemplan, afrontan lo que les sucede desde el Espíritu de Dios. El Espíritu Creador nos pone en una comunión, en el sentido propio de lo que está sucediendo, nos enseña a mirar hacia delante con la certeza de quien avanza en la dirección correcta, aunque las cosas no estén saliendo bien.

Es también la experiencia de comunión de los mártires, que no contemplan sólo el padecimiento o la tortura, sino que se sitúan en la eternidad que reciben, que viven en medio de las dificultades. Creer que el Espíritu Santo es don absoluto, escatológico, eterno, significa dar prioridad a lo que el Espíritu obra, en suave brisa o en diluvio devastador, por encima de mis idas y venidas, mis rachas, mis dudas...

¿Mido las cosas que me pasan por los resultados? ¿Examino mi conciencia buscando qué cosas, decisiones, palabras, han nacido de mí en comunión con Dios, o qué ha venido de mis urgencias, de mis impaciencias? ¿Soy capaz de levantar la mirada, de ser más profundo, cuando las situaciones se complican, o por el contrario me dejo arrastrar por lo inmediato, lo pasajero? ¿Valoro el don de lo eterno o me muevo por sensaciones, sentimientos, deseos?

Este retiro puede servirme también para revisar mi vida sacramental, pues el Espíritu que recibimos en los sacramentos hace que lo histórico sirva como medio que nos comunica con lo eterno. Nos hace probar, “gustar” lo eterno, nos mueve a desearlo más. Por eso, puedo preguntarme si experimento, como fruto de la acción sacramental en mí, un mayor deseo de lo eterno, una mayor tendencia hacia lo que no pasa, a olvidar lo que me ata a lo pasajero.

¿Cómo vivo la vida sacramental? ¿Es ordenada? ¿Profundizo desde la formación en lo que celebro? ¿Me intereso por seguir la voz del Espíritu que habla y anima a su Esposa la Iglesia? ¿Qué elementos de mi formación he profundizado, he ido cambiando según la enseñanza litúrgica y magisterial de la Iglesia? 

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