1 de febrero de 2018

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El Espíritu Santo y la unidad de la Iglesia

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Febrero 2018




“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”. Esta es una petición diaria que la Iglesia realiza al Padre en la celebración de la eucaristía. El don del Espíritu Santo, que ha transformado el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo, es necesario también para realizar la unidad del Cuerpo. La eucaristía no nos une solamente con Cristo, nos une con todos los que la han recibido, es por esto que la petición que la Iglesia hace es pertinente, consecuencia de un amor a la eucaristía bien vivido, de un deseo de comunión real, no particular. La Iglesia tiene, desde su mismo origen, la experiencia de la acción del Espíritu: ella misma fue creada por el don enviado sobre los Doce reunidos, escondidos, en el cenáculo (Jn 20). El mismo don que, inmediatamente después, se infundió a la primera comunidad en el día de la fiesta de pentecostés (Hch 2). 

Así pues, no hay duda de que la unidad es una característica básica, esencial, de la Iglesia que Cristo funda, y la Iglesia tiene conciencia de que necesita salvaguardar esa unidad que Cristo le ha infundido con el mismo don con el que se la ha infundido: el don del Espíritu Santo. 

El Espíritu, que actúa para introducir en el Cuerpo, es dado también al Cuerpo y en Él se recibe. Sí, así es: el don del Espíritu hace formar parte de la Iglesia, como sucede en el santo bautismo. Por ello dice san Pablo: “Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos” (Ef 4, 5-6). El Espíritu, también, tal y como pide la Iglesia en la celebración sacramental por la segunda epíclesis, insuflado sobre la Iglesia la une, vincula profundamente a sus miembros. El Espíritu también es recibido individualmente, para ser hechos a la manera de Cristo, Mesías, ungido por el Espíritu de Dios (cfr. Lc 4). Por eso, el Espíritu que dio vida al Hijo en la Pascua, es el que da vida a la Iglesia para manifestar así su acción sobre el Hijo de Dios. La primera reflexión, por tanto, del retiro de este mes, nos tiene que llevar a un punto de partida que el cristiano adulto no puede descuidar:

¿Valoro la unidad esencial de la Iglesia? ¿Sufro por la división, por tanto, que encuentro en la misma? ¿Comprendo bien el esfuerzo que la Iglesia hace por esa unidad, en ningún caso desviado de su inicial intención, pues hace manifestarse al mundo en la Iglesia tal y como esta es? ¿Agradezco y me intereso la acción de la Iglesia que busca la comunión, la fraternidad entre los que recibimos el don de la fe, el de la Iglesia, y el del Espíritu en el mismo bautismo?

Un ejercicio que nos puede ayudar a valorar la necesidad de este don es tan sencillo como mirar a los que me rodean. Cada uno de ellos ha sido adornado con diferentes dones y virtudes. Ni yo tengo los suyos, ni ellos los míos. Esa riqueza, esa variedad de características, no son un obstáculo para el Espíritu Santo, más bien al contrario, me permiten reconocer la acción del Espíritu porque, ¿cómo obra éste? El Espíritu Santo produce unidad respetando la diversidad, animando en la diversidad, favoreciendo, siempre dentro de los límites de la fe recibida y de su contenido sagrado, las variadas características y dones espirituales de cada uno. 

La admiración es mayor cuando nos paramos a ver esta capacidad del Espíritu de suscitar distintas personalidades, sensibilidades, en el mismo cuerpo eclesial. Es raro en la Iglesia, o al menos debería serlo, la existencia de las “fotocopias”: no tiene sentido querer que en la Iglesia los otros sean como yo soy, crean como yo creo, se comporten como yo me comporto. Incluso los parecidos estilos, latiguillos, expresiones… la unidad no es el fruto de la presión o de la reducción de cada uno a un original a imitar, sino que la unidad se establece por la comunión: sencillamente, tú y yo confesamos lo mismo, podemos rezar el mismo credo, podemos ayudarnos a vivir según ese credo, en nuestras distintas formas, gustos, preferencias…
Entonces, ¿qué pasa con los que no son como yo, con los que, dentro de la Iglesia, no les gusta lo que a mí? Pues la verdad es que no pasa nada malo: en esa variedad, la confesión de fe es común, el Padre y el Hijo que nos dan el Espíritu son los mismos.

¿Cómo reacciono ante los que no hacen como yo hago? ¿Respiro o me ahogo? ¿Quiero someterlos a mi forma de ser, o los aprecio y agradezco sus perspectivas? ¿Valoro como un don irrepetible lo que yo he recibido o, falto de autoestima, trato de imitar lo que son y hacen otros? ¿Qué busco en la unidad de la Iglesia?

Ciertamente, el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones para que todos podamos reconocer a Jesús como el Señor (cfr. Rom 10,9). En ese envío, su comunión con nuestro propio espíritu es inmediata, convirtiendo nuestro cuerpo en su tabernáculo, y entrando en contacto con nuestros pensamientos, con nuestros deseos, buscando transformarlos para que se realice el plan de Dios. 

La venida del Espíritu Santo sobre cada uno de nosotros, entonces, busca que seamos plenamente católicos, que Él sea todo en nosotros, hace que todos seamos uno, y que la unidad se realice en la multitud. Por eso, la comunión de los santos trasciende el espacio y el tiempo, y nos conduce, desde el justo Abel hasta el último creyente, a la perfección por la comunión en nosotros.
Sólo el Espíritu viene a lo más interior de nosotros mismos, a nuestra conciencia, donde nadie más puede entrar, para fortalecerla frente a las amenazas y tentaciones que quieren alejarnos de Dios. Así, la unidad de la Iglesia se realiza no solamente desde fuera, desde lo que la Iglesia nos aporta, nos enseña, nos comunica, sino también desde lo más profundo de nosotros mismos, donde Dios actúa. Es por esto que la unidad tiene que ser buscada: dejar la unidad a lo que Dios haga es dejar la misión para otros, es renegar de la tarea que hemos recibido en el bautismo.

¿Qué camino he hecho yo en lo profundo de mí para favorecer la unidad eclesial? ¿He experimentado que esta es un camino de conversión que empieza en mí mismo, en mi mirada hacia los demás, en mis deseos y aspiraciones, en la comunión entre los intereses de Cristo y los míos? La acción de la Iglesia por la unidad es un precioso camino de humildad que hace quien, sabiendo de su comunión con Dios, no reniega a buscarla para otros, tal y como el Señor ha hecho por nosotros: ¿Valoro ese interés, ese profundo deseo, ese camino humilde de negación y de confesión?

El Padre y el Hijo comunican el don del Espíritu tras la Ascensión, para formar a Cristo en cada fiel, y darle así unidad interior, y en todo el Cuerpo, para darle así unidad eclesial. Santo Tomás de Aquino se pregunta sobre cuál es la raíz que produce esa una unidad, sobre cuál es la raíz profunda de todos los dones que hay en cada uno para que podamos decir que, en la variedad de los dones, existe la unidad en Dios, y llega a la conclusión de que esa raíz es la caridad: la caridad unifica los dones que tenemos cada uno de nosotros, pues viene de Dios y es Dios, que despliega su sabiduría y poder por el bien de la Iglesia, para que pueda llegar a todos, a cada uno en función de los dones de cada creyente. Es por esto que la caridad no es algo abstracto sino algo muy, pero que muy concreto. La caridad establece una unidad mística entre los hombres, de tal manera que se manifiesta en las relaciones humanas, personales y sociales. 

El amor al prójimo, al que es diferente a mí, al que necesita ayuda, al que me corrige y al que se enfrenta conmigo, es un don que Dios concede a quien, humildemente, quiere acoger el Espíritu y unirse, en realidad, con el mismo Cristo. Así, podremos preguntarnos también bajando a lo concreto:

¿Hay personas con las que no me esfuerzo en mi grupo, en mi parroquia? ¿Hay personas en la Iglesia de las que prefiero alejarme a intentar favorecer la unidad? El testimonio imprescindible para poder hablar de unidad es la caridad. La caridad construye la unidad. ¿Con quién me estoy esforzando verdaderamente? ¿Aparecen en mi interior deseos de desprecio hacia otros, los domino con humildad, intento cambiar? ¿O me excuso en lo que sé o en lo que hago para despreciar a otros? El modelo siempre es Cristo, que no ha construido la unidad desde sus poderes, sino desde la entrega en cruz. ¿Qué actitudes debo desear aún en este camino como don del Espíritu divino?

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