7 de enero de 2018

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Espíritu Santo y Nueva Evangelización

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Enero 2018


Acercarnos al tema de la nueva evangelización es hacerlo a algo paradójico, porque no podemos acercarnos a algo nuevo, como es el anuncio de la buena noticia de Jesucristo, si no es volviendo constantemente sobre el misterio mismo de Jesucristo, nacido “en la plenitud de los tiempos” (Ga 4) y “que vive hoy resucitado y glorioso por los siglos de los siglos” (cf. Pregón pascual). La evangelización es nueva porque es la de hoy, para hoy, tarea de los que hemos recibido la palabra de vida hoy y dirigida a los hombres de hoy, en su vida actual, moderna, cambiante. Pero evangelización se refiere siempre al que es anunciado, Jesús de Nazaret, y al encuentro que ha de darse con Él, hoy.

Por eso, para hablar de nueva evangelización, o como está tan de moda hoy, de “Iglesia en salida”, necesitamos tener clara la fuente de la que salimos: la fuente es Dios, que ha salido de sí (exitus) hacia nosotros, para volver a sí mismo (redditus) con nosotros. Como no quiere Cristo volver al Padre sin ninguno de nosotros, da continuidad a su salida enviando a su Iglesia a continuar su misión: “Jesús es «el primero y el más grande evangelizador». En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu” (EG 12).

¿Experimento esa relación entre Dios que viene a mí y mi deseo de hablar de Dios a otros, entre lo que recibo de Dios y lo que me mueve a compartir? ¿Dónde se debilita esa cadena de comunicación de la gracia? ¿Reconozco la acción del pecado en mí, o siempre tengo a quien echarle la culpa? ¿Hago por mi cuenta, o todo lo que hago redirige hacia la Iglesia a los demás, a una vida de fe estable?

Querer dedicarse a la misión evangelizadora, aceptar la propuesta del Señor, tiene un componente precioso, que es su capacidad de reconducirnos también en nuestra vida de fe, a la intimidad, a lo secreto con el Señor. El Papa Francisco llamaba a esto en Evangelii Gaudium una “intimidad itinerante” (EG 23). El hombre que acepta la llamada del Señor, “venid y veréis”, entra en una comunión de vida con Él, que lo mantiene, si es verdadera comunión, en tensión misionera, en un constante deseo de ir a otros, “porque para esto he venido al mundo”.

Así, el creyente experimenta algo que desea en su interior, pero que tiene que encontrar la forma de “traducir”, que diría Joseph Ratzinger en Introducción al cristianismo, de tal forma que sea posible comunicarlo, acercarlo a otros y que lo acepten, lo entiendan, lo reconozcan incluso en ellos mismos. Esto supone un estado constante de búsqueda, de profundización, de conversión, que ayude a descubrir la forma de dirigir a los demás lo común, lo reconocible, de la experiencia de la fe, sin ocultar aquello que es particular y que anima al prójimo a superar los límites que su imaginación o su pensamiento le hayan impuesto.

Es necesario aprender a avanzar partiendo de lo que tenemos, es decir, con constante agradecimiento por lo recibido de Dios, aprendiendo a valorar correctamente nuestra fe, y haciendo frecuentemente examen de conciencia, para ver qué estamos haciendo con el don de la fe que se nos ha dado. Y es igualmente necesario aprender cómo comunicar el evangelio, desde los medios más cotidianos a mi disposición: las redes sociales, los medios de comunicación, un café o una merienda con amigos… saber adaptarse a esas circunstancias es necesario para llevar a cabo una evangelización nueva, un anuncio de la Palabra de Dios eficaz, bien dirigido, que puede ser interesante para el receptor, que no suelta las cosas de cualquier manera ni sin pensar a quién se tiene delante.

Los nuevos métodos, igual que los antiguos, están sometidos al sentido de Iglesia, a que permitan ser buen cauce de comunicación de la Palabra divina. Acerca de ellos nos preguntamos:

¿Qué aportan los medios de evangelización que empleamos ahora en mi grupo, en mi parroquia, o yo personalmente? ¿Mantienen lo esencial del mensaje, o lo difuminan con buena intención pero hasta perder el núcleo de la fe? ¿Aclaran lo que creemos, lo transmitimos adecuadamente, con un lenguaje certero y comprensible? ¿Qué relación tienen las virtudes teologales con mi vivencia de la evangelización? ¿Qué mociones genera en mí la acción del Espíritu Santo, cómo me mueve a acertar en el diagnóstico y en las palabras y acciones?
 
Necesitamos que el don del Espíritu Santo nos ilumine el entendimiento para que nuestro corazón sea capaz de discernir con acierto cómo afrontar un testimonio oportuno y adecuado acerca de nuestra fe y de Jesucristo. Necesitamos, entonces, también, su fuerza para perseverar, pues por encima incluso del acierto ha de estar el no dejarnos llevar, el no rendirnos a vivir sin anunciar, a una fe limitada a tiempos y personas, una fe “maniatada”, incapaz de fluir hacia los demás de manera natural y correcta: así advertía el papa Francisco, que “más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta” (EG 49).

Por eso, el don del Espíritu nos anima a descubrir todos los elementos que dificultan la evangelización en nuestro tiempo para saber cómo tenemos que reaccionar. Estos elementos son externos e internos, y si los externos dificultan el avance de la fe, son los internos los que son sin duda decisivos. En ellos nos jugamos la verdadera eficacia de nuestra misión. Entre los elementos externos están el subjetivismo relativista de nuestra sociedad, el consumismo sin control o la influencia de los medios de comunicación. Entre los elementos internos a tener en cuenta están el relativismo práctico que a veces aceptamos por comodidad, la necesidad de renovar los espacios de nuestra fe, la vida de oración y la normalidad con la que acogemos tantas cosas que no están bien en nuestra sociedad, en la Iglesia o en nosotros mismos. Todos ellos nos dificultan un testimonio de fe vigoroso y convincente, y por eso necesitamos que el Espíritu nos renueve para que nuestro testimonio evangelizador sea natural, convencido, sereno y verdadero.

¿Cómo me afectan los elementos sociales que alejan a Dios de la vida, que lo separan de las decisiones importantes, o que dejan de lado una perspectiva cristiana a la hora de evaluar y reflexionar sobre el mundo? ¿Dejo que esa forma de mirar del mundo me venza en lo cristiano? ¿Cómo me afecta la comodidad a la hora de celebrar o de vivir la fe? ¿Me preocupo constantemente de mi conversión para dar mejor testimonio o me cubro las espaldas desviando las culpas hacia otros? ¿Quién me ayuda a salir de los engaños que me plantea el Tentador?

La nueva evangelización siempre buscará que superemos todo ese tipo de dificultades, que en realidad solo tienen un camino posible: es necesaria la experiencia de la cruz, del misterio pascual, para alcanzar la victoria. Y es así porque nosotros solamente anunciamos a Jesucristo, muerto y resucitado. Así ha sido en Él y así sucede en nosotros a partir del don del bautismo, en el que recibimos el Espíritu Santo. Es este Espíritu el que nos capacita para la misión, pues Él es el que hace que podamos confesar que “Jesús es el Señor” (Rom 10,9). Así lo advierte el papa Francisco: “no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor” (EG 110).

Por el don del Espíritu recibido en el bautismo, nuestras palabras, pero también nuestras acciones, han de ser una confesión del señorío de Cristo sobre nuestra vida. Desde el día de nuestro bautismo y hasta en nuestro funeral, en la misa dominical y en nuestras visitas a enfermos, en las decepciones del día a día, en tantos y tantos momentos, el cristiano se ve llamado a anunciar a Jesús como Señor, a confesar su dominio sobre todo lo que sucede, en la iglesia o fuera de ella. No hay nada más nuevo que el misterio de la muerte y resurrección de Cristo realizado en nuestra vida. Es, en palabras de san Agustín, “belleza tan antigua y siempre nueva”. La novedad de la Pascua, podríamos añadir como final, si se realiza plenamente acogida en nuestra vida, empuja a un movimiento de comunión, de unidad en la Iglesia, que, desde mi pequeño grupo y hasta en el conjunto de los cristianos, puede llevar a exclamar: “mirad cómo se aman”. Y es que no es posible hablar de nueva evangelización si esta no produce unidad en la Iglesia, desde mi propia parroquia y hasta la unidad de la Católica. Preguntémonos, entonces:

¿afronto las dificultades de la vida, la enfermedad, la soledad, la ofensa, como asunción del misterio pascual, como dinámica propia de la fe y camino de evangelización? ¿quién se beneficia de mi testimonio creyente? ¿Dónde aún me cuesta entregar a Cristo el señorío sobre mi vida? ¿Doy testimonio de mi fe por mi búsqueda de unidad en la Iglesia, en mi parroquia, en mi centro, o por el contrario, siembro discordia, dudas, murmuración? ¿Me dejo reconducir a la unidad en la caridad?

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