11 de noviembre de 2017

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Ley del Espíritu, cultura de vida

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Noviembre 2017


 
Cuando el credo largo confiesa su fe en el Espíritu Santo nos encontramos con dos verdades de fe que resaltan sobre las demás: este Espíritu es “Señor y dador de vida”. Todos nosotros soñamos con la vida, con una vida plena, feliz, que llene nuestro ser más allá incluso de lo que podemos imaginar. Y, sin embargo, en muchas ocasiones todos nuestros esfuerzos por hacer crecer esa vida los realizamos desde el punto de vista biológico. Son esfuerzos puramente humanos, hechos en elecciones de trabajo, de plan de vacaciones, de lugar donde compramos, o de color del coche. Proyectos y esfuerzos buenos, es innegable, pero también pasajeros. Así, de forma inevitable, nuestra vida se entreteje con la muerte, pues tratando nosotros de alargar, de mejorar, de enriquecer la vida, es necesario que tomemos decisiones que se apagan y llevan impresa también la marca de la muerte.

La vida a la que se refería el Concilio de Constantinopla es un soplo que renueva al hombre en su totalidad y que transforma el devenir de lo que somos, animándonos a pasar de la nada a la que nos dirige nuestro nacimiento a la vida eterna de la que ese soplo proviene y nos refresca en el nuevo nacimiento del bautismo. Ese proceso se realiza de una forma interior, pues el viento del Espíritu no mueve las hojas de los árboles ni abre las puertas cerradas del cenáculo, sino que remueve en lo más interior, en lo profundo, hasta tal punto que de pronto estamos dentro. Con ese movimiento interior, todo, y en ese todo estamos cada uno de nosotros, es conducido hacia el Padre, el Señor, autor de cielo y tierra.
 
Un primer motivo de reflexión es, entonces, la presencia interna del Espíritu de Dios en nosotros, un Espíritu que se mueve para movernos, que busca llevarnos hacia Dios. El Espíritu Santo no quiere detenernos, sino hacernos avanzar, convertirnos: ¿soy consciente de cómo el Espíritu de Dios quiere moverme, quiere que avance en mi fe, me llama -como en la Sagrada Escritura- y me agita (Jue 13,25) para que dé testimonio de Dios? ¿Acepto que no soy yo, sino que es Dios en mí, para no caer en la tentación de hacer a mi manera, sino de confiar más en Él? ¿Soy capaz de superar decisiones pasajeras, de ponerlas en su justo lugar, con la ayuda de Dios y de la Iglesia?
 
Ese movimiento interior, ciertamente, podemos reconocerlo significado en otros movimientos exteriores de los que nos habla la Sagrada Escritura: el fuego, el agua viva, el viento, el vuelo de la paloma. Las imágenes que han servido en la Biblia para hablar del Espíritu Santo se caracterizan por el movimiento que provocan. Ese movimiento siempre busca conducirnos hacia una comunión con el Padre, pues es el Espíritu el que nos mueve, nos hace gritar “abbá, Padre” (Rom 8,15) y también es el Espíritu el que nos mueve a confesar que “Jesús es el Señor” (1Co 12,3). De esta forma, en ambas circunstancias el Espíritu es el que da, el que ofrece una nueva vida como hijos en el Hijo.

Esta vida tiene un valor sacramental. Esta vida que forma parte de la creación tiene, también como ella, un valor sacramental. En ella se comunica Dios. Por ella es Dios mismo quien se da a conocer. He aquí un rasgo característico de la fe cristiana: mientras que el hombre espiritual en la tradición hindú se detiene en la contemplación del “yo”, el Espíritu conduce al hombre espiritual al ámbito de la Trinidad, nos mueve a una comunión plena con Dios. Nos sumerge en su luz maravillosa, en la plenitud del ser y del conocer, allí donde solo Dios es.
 
Si Dios viene a introducirme en su ser, en su propia vida feliz, eterna, de amor, entonces yo soy llamado a dejarme llevar por el Espíritu de Dios. ¿Puedo reconocer sin duda su presencia y su palabra? ¿Me dejo contrastar en la Iglesia para que mi grupo, mis buenos amigos, mi confesor, muestren lo que Dios quiere hacer en mí? ¿O cierro mi corazón a sus inspiraciones yendo por donde yo prefiero, por donde me muevo más cómodo? Entrar en Dios significa salir de mí: ¿me animo a vencer mi propia comodidad o me excuso en mis palabras y razonamientos para salirme con la mía?
 
Por eso, cuando el hombre mira dentro de sí mismo ha de hacerlo no para buscarse, sino para encontrar a Dios dentro, que ha dejado su imagen, su marca, y por lo tanto el camino por el que encontrarlo y encontrarnos; cuando miramos dentro de nosotros es para ser guiados por el Espíritu Santo no hacia nosotros, sino hacia Dios, en quien nosotros somos: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo que lo trasciende todo…” (Ef 4,6). Por eso, dice san Atanasio de Alejandría: “El Padre obra todo por medio del Verbo en el Espíritu. Por lo tanto, en la Iglesia se predica “un solo Dios” que está sobre todos, por medio de todos y en todos. Está “sobre todos” como Padre, principio y fuente; “por medio de todos” en el Hijo; “en todos” en el Espíritu Santo”.

Cuando el creyente recibe el don del Espíritu, su corazón es transformado, se convierte en lugar de apertura a Dios, que puede mostrarse como quiera en la vida. Si nuestro movimiento natural en la vida debería ser confiar, es cierto que en muchos momentos lo que nos sale es desconfiar, y por eso el Espíritu abre las puertas de nuestro corazón confiadamente para buscar conscientemente el buen hacer de Dios en nuestra vida. El don del Espíritu crea en nuestro corazón un hábito bueno, esa capacidad para descubrir la acción divina; es una especie de sensibilización de nuestro corazón a la acción del Espíritu que nos permite reconocer la presencia escondida de Dios en diversas situaciones, palabras, personas… digamos que, en distintos y variados elementos de la creación, en cuya cima está el hombre.
 
¿Nos paramos a mirar? ¿Tenemos la suficiente libertad como para reconocer la presencia de Dios donde Él se muestra, incluso cuando lo hace donde no nos gusta, donde no lo esperamos? ¿Cómo preparamos nuestro corazón para situaciones en las que sabemos que, objetivamente, Dios va a aparecer, como son los sacramentos? En esos momentos el Espíritu santifica a los fieles, santifica ofrendas, muestra el poder de Dios: ¿los vivimos con especial atención y viveza, de corazón? Es decir, ¿decimos con plena conciencia: “Levantemos el corazón, lo tenemos levantado hacia el Señor”?
 
El hecho de que el Espíritu transforme nuestro corazón y nuestra vida crea en lo más profundo de nuestro ser… Vida. Una Vida eterna, nueva, porque no se acaba. Ya no es vida natural, es vida sobrenatural. Ya no la fabrica el hombre con su esfuerzo e inteligencia, sino que proviene directamente de Dios que la crea en y para nosotros. Cuando esto sucede y podemos captarlo, hablamos de que tenemos vida, vida en el Espíritu, vida de resucitados, de la que tiene Cristo en la gloria, sobre la que se van a fundamentar nuestras decisiones y palabras. Podemos decir que, entonces, el Espíritu empieza a desarrollar en nosotros una vida en adoración, en reconocimiento constante, sereno, transparente, de la presencia de Dios, que hace que nuestra vida busque en todo lo que nos sucede no a nosotros mismos, sino al Dios vivo.

Entonces, como creyentes, podemos reconocer con san Pablo que “todo nos sirve para bien” (cf. Rom 8,28). No necesitamos forzar a nadie a lo que queremos, no buscamos que nuestra mirada sea la que todos tengan, ni que nuestras decisiones o palabras sean aceptadas o aplaudidas: estamos en comunión. Podemos reconocer lo que siembra muerte en nosotros e ir a quitarlo rápidamente, llenos de humildad y de amor. Podemos reconocer también lo que Dios nos cuida, con lo que apreciamos especialmente todo lo que recibimos. La vida en el Espíritu como estado de vida, como experiencia de comunión, tiene el poder de sacarnos de nosotros mismos y llevarnos hacia Dios.

Por eso, nos lleva directamente a mejorar nuestra relación con el prójimo, a querer estar en paz con los hermanos, con los que convivo o con los que la relación es más difícil, a querer echar una mano a quien sé que lo necesita. La vida en el Espíritu mira al débil, mira al pobre, mira al enfermo, mira al que necesita ayuda, mira al que está cansado o desanimado, mira al que está sin esperanza o desorientado y nos pone a caminar a su lado, como Jesús, lleno del Espíritu que da la vida, hizo con los de Emaús (Lc 24). He ahí “la prueba del algodón”, cuando ya no busco fijarme en lo cerca que estoy de Dios, sino en lo lejos que están otros y lo que lo necesitan…
 
¿Valoro esta forma de vivir, capaz de no entrar en confrontación, pero siempre obediente a la voz de Dios? ¿Acepto, al reflexionar sobre este tipo de vida que procede de Dios, la alegría que provoca, serena, valiente, obediente, eclesial? A menudo, cuando algo nos va bien, sólo deseamos que lo que va bien no se vaya, que permanezca para siempre, pero: ¿vivo en el momento presente, momento en el que Dios está conmigo y me salva?

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