3 de octubre de 2017

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El Espíritu Santo

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NOTAS PARA EL RETIRO
 Octubre 2017
 
 
 
La Iglesia de los orígenes fue totalmente consciente de encontrarse bajo la acción del Espíritu Santo y de estar llena de sus dones. Así entendían los primeros cristianos que el Señor resucitado ejercía su poder, su cuidado y su gobierno sobre ella: “Como las manos se pasean por la cítara y las cuerdas hablan, así habla el Espíritu del Señor en mis miembros y yo hablo por su amor”, se dice en un antiguo escrito, las Odas de Salomón. Llenos de la seguridad que da el Espíritu Santo, los apóstoles partieron para anunciar por todas partes la buena noticia de la venida del reino de los cielos.

Así es, desde muy pronto los discípulos fueron conscientes de que habían sido poseídos por la fuerza del Espíritu Santo, de que eran seres espirituales, y por lo tanto de la presencia y acción del Espíritu de Dios en ellos y sobre sus vidas. Aquella no fue, sin embargo, tan solo una feliz experiencia, una certeza que en lo profundo de sus vidas les llevaba y decía: fue una novedad complicada de asumir, de aprender a traducir, una “convivencia” no fácil, una armonía entre las manos y el instrumento que hubo que trabajar, pues al Espíritu Santo no se le ve, se le reconoce por su acción, pero muy pronto muchos se apuntaron a un carro que no era el suyo, y trataron de desviar a bienintencionados creyentes por caminos equivocados.

Es fácil decir que se tiene el don del Espíritu por determinadas acciones o palabras carismáticas… pero lejos de la fe y la unidad de la Iglesia. Muchas de las primeras y más importantes herejías surgen por esto: grupos que no trataron de comprender la fe y el seguimiento de Cristo sino de sustituirlo, haciéndolo a su manera.
 
Podríamos preguntarnos si esto nos ha sucedido, si, en nuestra humilde medida, también nosotros le hemos atribuido al Espíritu Santo nuestros deseos, nuestras ideas, nuestros proyectos, movidos por un ardor bueno, pero ingenuo…
 
También es cierto que muchos, en su buen deseo de fidelidad, pensaron también en renegar de toda acción del Espíritu, pero esa también es una grave tentación: no, la Iglesia es carismática, ha recibido el don del Espíritu. La Iglesia está formada por hijos de Dios, espirituales, que dice san Ireneo de Lyon significa “no por la supresión de la carne, sino por la participación en el Espíritu”.

Y es que, ciertamente, la Iglesia quería ser dirigida por el Espíritu Santo; no solamente por la Palabra de Dios, sino también por las inspiraciones y llamadas que Él daba por su Espíritu. La Iglesia está llamada a vivir siempre como digna receptora del Espíritu de Dios. Así tiene la seguridad de conservar la tradición recibida, refutando toda idea o deseo que la aleje de la voluntad del Padre.

Esta primera tentación con respecto al Espíritu Santo nos puede servir para meditar también sobre su acción en nosotros. El Espíritu actúa en nuestras vidas, ilumina nuestra conciencia y nos incita a adherirnos al Señor, buen pastor que nos gobierna con el don que nos ha dejado. A nosotros nos toca reconocer su presencia, no llevarla a donde nos pida el cuerpo, sino reconocer cómo quiere obrar. De hecho, a Cristo le lleva a cumplir la voluntad del Padre, no la suya propia. Ese será su primer efecto en nosotros si es verdadero Espíritu: la obediencia humilde y confiada a la voluntad del Padre.
 
Esta reflexión nos puede llevar a meditar también sobre las veces que olvidamos el poder del Espíritu, que obramos por la sola razón, sin dejarnos iluminar, desde una matemática exigente y errónea, insensible. El Espíritu divino busca convencernos suavemente, pero no se deja dominar. Nos conduce hacia la guía de Cristo con la armonía que decíamos… Es fácil decidir por la comodidad, o por la costumbre, o por enfado, sin reconocer su invitación al amor.
 
Por eso, en los santos la Iglesia reconoce desde antiguo el discernimiento de espíritus, el don del conocimiento, una fuerza que se ejerce sobre las almas, poderes curativos… y experiencia de comunión con Cristo. El Espíritu Santo nos hace obrar de forma diferente, nueva, poderosa a la vez que humilde si le prestamos atención.

La Iglesia, que desde muy antiguo reconoce la fuerza divina del Espíritu, comienza a profesar una fe trinitaria, y lo hace especialmente, siguiendo el mandato del Señor, en la celebración del sacramento del bautismo. Cuando, en el siglo IV, la Iglesia oponga resistencia a los que negaban la divinidad del Espíritu Santo, Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno, encabezarán la defensa del dogma de la tercera persona de la santa Trinidad. Este se justifica por la Escritura y por la Tradición. Así, recurren a la experiencia de la vida cristiana, de la oración, desde el día del bautismo, para reconocer el poder del Espíritu en el cristiano. La Iglesia, para reconocer el Espíritu, se fija en su acción: por eso, Lex orandi, lex credendi.
 
He aquí otro punto para la reflexión muy importante: ¿soy capaz de reconocer al Espíritu en la celebración de la Iglesia? No se le reconoce por elementos sentimentales o externos, sino por la obra de conversión que realiza en mí. No se le reconoce por gestos o palabras llamativas, sino por su acción, clara y conocida por la Iglesia. Igual me viene bien recordar cómo el Catecismo de la Iglesia Católica explica la acción del Espíritu Santo en la acción de la Iglesia, que es expuesta con cuatro verbos: Prepara, recuerda, actualiza y pone en comunión. (CCE 1091-1109) ¿Puedo experimentar esas acciones en la Iglesia, las valoro, las agradezco?
 
De esta lucha va a salir muy fortalecida la Iglesia, que irá cada vez con más frecuencia volviendo su atención sobre la importancia de la epiclesis, o invocación del Espíritu Santo en la celebración de la Iglesia. Las anáforas de finales del siglo IV en adelante darán gran importancia a esta petición de que la fuerza de la resurrección de Cristo se haga presente en la comunidad reunida, en la Iglesia en oración.

El Espíritu es invocado en la celebración para establecer una continuidad entre la teología y la economía, entre lo que Dios es y su acción en nosotros, de tal forma que cuando nos es dado nos une a Dios, y lo hace por el mismo principio que sella la unidad del amor y de la paz en Dios mismo.

Por eso, el Espíritu Santo es principio de unidad en la Iglesia y principio activo de nuestra vuelta al Padre por el Hijo. La primera de las dos epíclesis de la plegaria eucarística pide la transformación de los dones, del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, para que así nosotros mismos seamos transformados en lo que recibimos, y la acción del Espíritu lleve a cabo ese movimiento en nosotros.

Así lleva a plenitud lo comenzado en nosotros por el bautismo que nos introducen el cuerpo de Cristo: así, el Espíritu actúa para hacer entrar en el cuerpo, pero es dado al cuerpo y en este se recibe como don. La experiencia de la comunión por el Espíritu es una experiencia eclesial. Pensemos en el Credo que rezamos cada domingo, la relación entre el Espíritu y la Esposa es inseparable. Por eso rezar el Credo es una experiencia de comunión, de vivencia del don de Dios: no se puede rezar el Símbolo si no es con la influencia del Espíritu Santo, que nos anima a reconocerlo. La liturgia hispánica hace preceder el Credo de una monición preciosa: “Profesemos con los labios la fe que llevamos en el corazón”. Sin duda que la profesión sólo puede ser motivada por la acción del Espíritu, que quiere conducirnos hacia la unidad con el Padre.
 
Este primer tema nos invita a meditar sobre lo que Dios es, a entrar en un ejercicio de contemplación, de reconocimiento de lo que Dios es como algo dinámico, porque el amor es dinámico, a descubrir de qué forma Dios nos intenta conducir al misterio de su unidad en la Trinidad, por eso podemos utilizar para la oración alguno de los textos en los que se manifiesta la fuerza de su acción. Recomendamos el pasaje de Pentecostés (Hch 2, 1-11), pero como es tan rico en matices, pongamos nuestra atención en la acción de Dios más que en otra cosa, cómo aparece, de qué forma se deja reconocer, qué cambios produce y cómo, a partir del momento de su efusión, su acción ya se presenta inseparable de la de los hombres. El compromiso de Dios con los hombres es tal que solamente unido a ellos se entiende el Espíritu de Dios desde entonces.

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