20 de mayo de 2015

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Jesucristo. 'Se hizo pecado por nosotros'

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INTRODUCCIÓN

Nadie sabe lo que es capaz de sufrir. Todos tenemos un cierto miedo al dolor y al sufrimiento. El dolor es parte de la vida, pero no llegamos a comprenderlo de verdad nunca.

Cuando estamos con quien sufre, nos gustaría unirnos a su dolor, pero nunca seremos capaces de 'com-padecer' del todo. Cada uno lleva su sufrimiento de un modo personal, y ante las mismas situaciones cada uno reacciona de modo diferente, personal, según su fortaleza y sensibilidad. Y todos llevamos parte de sufrimiento siempre, de un modo u otro, pero siempre se hace presente en nuestras vidas.

Además el sufrimiento no es comparable, cada cual tiene el suyo, y aunque objetivamente hay siempre quien sufre más que nosotros, el que tenemos que soportar nosotros es el nuestro y el que nos hace pasarlo mal. Ese dolor es el importante en ese momento y para esa persona. Otros tendrán otro tipo de dolor, pero el que cada uno tiene es el que debe aceptar y procurar dominar, porque es el realmente importante para quien lo tiene.

Así las cosas nos quedamos admirados de la expresión de san Pablo cuando dice que 'Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él' (2 Cor 5, 21). Se refiere a Cristo, quien pudiendo prescindir del dolor corporal, asumió el merecido por el pecado del hombre. Y puesto que Él mismo no tenía pecado aceptó pagar con su sufrimiento, como cordero expiatorio, por los pecados de cada hombre y de cada mujer.

Su sufrimiento no es como el nuestro, es voluntario, aceptación gozosa del querer divino; es, además, sufrimiento de Dios, del Verbo encarnado, de Quien es especialmente sensible a las cosas de Dios y a la ofensa del hombre. Por eso su sufrimiento reviste un tinte especial. Es el sufrimiento que merecen los pecados de cada uno y de cada una, que Él asume, toma como propios, y presenta a Dios como ofrenda agradable a sus ojos y expiación.

EXPOSICIÓN DOCTRINAL

1. LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO.

Recordemos una de las páginas más conocidas pero comprometedoras de las cartas de Pablo: 'Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como un bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha' (1 Cor 13, 1-3).

La calidad de las obras se mide por la caridad con las que se realizan. No basta con hacerlas e incluso hacerlas con perfección humana, hay que querer hacerlas por amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres. Así lo vivió nuestro Señor. Toda su preocupación era cumplir la voluntad del Padre (Jn 4, 34). En sus palabras y en sus obras, también en los milagros, buscaba la gloria de Dios y la salvación de quienes le contemplaban. Por ello se pone a sí mismo de ejemplo cuando enseña el precepto del amor, tanto a Dios como a los hombres.

San Juan, el apóstol al que tanto quería, lo expresa con palabras que brotan de su admiración más profunda por el amor de Cristo: '(Jesús) habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo' (Jn 13, 1). Siempre Jesús había actuado con amor hacia quienes se dirigían a Él, pero es en el momento final de su vida corporal, cuando ese amor se iba a manifestar de modo grandioso. Poco antes de entregarse en manos de los hombres, se reúne con los suyos y les deja en prenda su Cuerpo y Sangre como alimento para la vida eterna. Y es entonces cuando les da el precepto de la caridad, que nosotros hemos denominado el mandamiento nuevo de Jesús: 'Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros'. Y, como para que no haya lugar a dudas lo repite y lo concreta: 'Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros'. Pero quiere que ese amor sea el distintivo, lo que les identifica entre ellos, por ello continúa: 'En esto conocerán que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros' (Jn 13, 34-35).

Este es el preámbulo de la Pasión y muerte del Señor. 'Nadie tiene mayor amor, que el que da la vida por sus amigos' (Jn 15, 13). La muerte de Cristo es consecuencia de su amor al hombre. Le ama tanto que no puede no entregarse por él, por su salvación. Su amor es lo que salva el pecado al hombre. La Cruz por sí misma no es suficiente. La pasión del Señor en sí no salva, no redime, no es causa de liberación: 'Ya podría yo entregar mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha'. El dolor es la piedra de toque del amor, manifestación y prueba de su misericordia. 'Antes aún, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma' (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 26).

2. MISTERIO EN EL MISTERIO

'La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración' (NMI 25).

Esa es la respuesta del hombre ante tanto amor: la adoración. Ningún pasaje de la Escritura invita tanto al silencio y a la contemplación como éste. Ante Cristo callado y obediente, el hombre se llena de admiración y asombro. ¿Cómo será el pecado del hombre que merece tanto dolor? ¿Cuánto vale la salvación del hombre si, para conseguirla, el Hijo de Dios tiene que entregarse hasta la muerte?

Nunca, mientras permanezcamos en este mundo, llegaremos a comprender del todo lo que significa el pecado en el corazón de Dios. Nuestro entendimiento no puede adentrarse en un misterio tan grande. Igual que no podemos entender un amor tan grande como el de Cristo por nosotros. Es un misterio sobre otro misterio.

Es el Sacrificio del Cordero inocente, que se ofrece de una vez para siempre por el perdón de nuestros pecados: 'Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo; y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo' (Heb 7, 26-27).

El dolor, como ya se ha dicho, depende de la sensibilidad de quien lo padece. Por ello podemos afirmar que el sufrimiento de Cristo es especialmente doloroso. Cuando Él acepta entregar su vida lo hace con todas las consecuencias, y con toda su fuerza. Bebe el cáliz que el Padre Celestial le tiene preparado hasta las heces (Jn 18,11). No permite ni consiente ningún tipo de alivio (Mt 27, 34). Tan grave es la ofensa que Dios ha recibido, que no puede negarle ni siquiera una parte del Sacrificio. Su sufrimiento es el mayor que pueda darse: '¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?' (Mc 15, 34). No es un grito de desesperación, es oración de entrega al Padre. 'Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto' (NMI 26).

3. PADRE, A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU

La pasión del Señor pone en evidencia nuestras actitudes. Ante el sufrimiento del Señor nuestras tibiezas toman toda su crueldad. Contemplar la pasión y muerte de Jesús no puede quedarse en un mero lamento, lleno de intenciones que no son efectivas. Del corazón del contemplativo surge, necesariamente, el dolor, pero ha de ser un dolor que nos mueva a la conversión, al deseo de cambiar, al arrepentimiento por nuestra poca generosidad.

Jesús, en la Cruz, se abandona en los brazos de su Padre (Lc 23, 46). Así lo hizo durante toda su vida, desde el primer momento. La primera frase que los Evangelios recogen de Jesús es cuando, a los doce años, tras tres días de búsqueda, sus padres le encuentran en el Templo y Jesús les pregunta: '¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo estar en las cosas de mi Padre?' (Lc 2, 49). En el momento de su Pasión renueva su único deseo de cumplir la voluntad de Dios. 'No se haga mi voluntad, sino la tuya' (Mt 26, 39). No lo hace con ignorancia, ni por ingenuidad. Su alimento es hacer lo que está dispuesto por quien le ha enviado (Jn 4, 34). Para eso se encarnó en el seno de la Virgen María y tomo la condición humana. Y cumplir la voluntad del Padre implica su entrega total, su renuncia más absoluta de sí mismo. Él es quien debe ser ofrecido a Dios en lugar del hijo de Abraham (Gen 22), y sabe muy bien que en su caso ningún ángel va a parar la mano de los verdugos.

La muerte de Cristo es una mezcla de abandono en las manos de Dios y de absoluta confianza en su poder. No hay nada que valga la pena más que vivir lo que el Padre le pide, aunque le exija la vida. Para Dios es todo, porque sólo él merece toda nuestra vida. El sacrificio de la propia vida hecho por amor a Dios y como respuesta a la vocación vale la pena. El Señor sabe más, 'Ningún mal temeré, porque tú vas conmigo' (Sal 22, 4).

4. 'AHÍ TIENES A TU HIJO'

También María, al conocer su vocación, dijo 'hágase en mí según tu palabra' (Lc 1, 38) con todas sus consecuencias. También a la Madre se le pueden aplicar las palabras que se refieren al Hijo: 'aprendió sufriendo a obedecer' (Heb 5, 8). Toda su vida se convirtió en la entrega silenciosa a la voluntad de Dios.

Pero es en el momento de la Pasión de Cristo cuando la entrega se hace más evidente. Ofrece su sacrificio junto al de su Hijo, y gana para todos nosotros su maternidad. El dolor de María no es comparable a ningún otro dolor, pero de su boca no sale un gemido, una queja. Ni siquiera se trata de un acto de resignación ante la voluntad de Dios: Ama la voluntad de quien la eligió, porque sabe que de su cumplimiento depende la salvación del genero humano.

Nosotros como Juan acogemos con alegría a María como madre nuestra y Madre de todos los hombres. Y con el deseo de que nuestra entrega y nuestra disponibilidad consuelen un poco su corazón.

EXAMEN

- ¿Cuál es mi reacción ante el sufrimiento? ¿Sé darle el valor sobrenatural que tiene? ¿Me quejo a Dios por las pequeños o no tan pequeños sufrimientos que me depara la vida?

- ¿Acompaño a quienes sufren de algún modo? ¿Intento estar cercano a ellos? ¿Les escucho con piedad? ¿Aprovecho la ocasión de estar con ellos para ayudarles a santificar su dolor?

- ¿Medito la Pasión de Cristo? ¿Me ayuda su meditación a cambiar de actitudes? ¿Pido al Señor que cambie mi corazón para poder convertirme en serio, sin medias tintas, con sinceridad?

- ¿Me fío de Dios? ¿Me abandono en sus manos? ¿Para lo bueno y para lo que no lo es tanto? ¿Recuerdo con frecuencia que el Señor me acompaña y que no va a dejar de hacerlo cuando se presente el dolor?

- ¿Vivo con espíritu de penitencia? ¿Renuncio a mis caprichos por amor a Dios? ¿Entiendo el valor de la mortificación y del sacrificio? ¿Procuro ser sacrificado en las cosas que hago? ¿Aprovecho las ocasiones que se me presentan para ofrecerme a Dios?

- ¿Vivo con espíritu sobrenatural la enfermedad, los problemas profesionales, las injusticias que podemos sufrir? ¿Intento descubrir el rostro sufriente del Señor en esas circunstancias?

- ¿Medito sobre el sufrimiento y entrega de Nuestra Señora? ¿Repito con frecuencia haciendo mías su respuesta a la voluntad de Dios: 'hágase en mí según su voluntad'?



TEXTO

Hijo de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado" (Jn 6, 38), "al entrar en este mundo, dice: ...He aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad... En virtud de esta voluntad somos santificados. merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: "El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "el mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14, 31).

Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf Lc 12, 50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: "¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12, 27). "El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?" (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz, ante4s de que "todo esté cumplido" (Jn 19, 30), dice: "Tengo sed" (Jn 19, 28).

Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1, 29; cf Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf Is 53, 7; cf Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf Is 53,12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf Jn 19,36; 1Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: "Servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 45).

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) porque "nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf Hb 2, 10.17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de dios cuando El mismo se encamina hacia la muerte (cf Jn 18, 4-6; Mt 26, 53)-

Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en "la noche en que fue entregado" (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22, 19). "Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

Catecismo de la Iglesia Católica, 541-545.

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